—¿Estás yendo a terapia? —preguntó la empleada municipal, mientras acomodaba los papeles que detallaban todas mis debilidades.

—No, en realidad no —enrojecí, pensé en la promesa que le hice a mi tía hacía más de tres meses, que esa misma semana buscaría un profesional, o al menos opciones. Otra tarea más que simplemente no había logrado concretar, no por falta de interés ni de necesidad, sino que simplemente esa pequeña tarea se me había hecho pesada al verse cohartada con otras tantas tareas que no supe priorizar— de hecho —continué— estoy tramitando la obra social y—

—Ya veo —me interrumpió la mujer, apenas levantando la vista de la hoja— aquí dice que estudiás, ¿dónde estudiás?

—Ah, sí, yo… Estoy en la universidad, estoy haciendo la Licenciatura en Psicopedagogía con una universidad virtual y —nuevamente vi esa expresión de casi sorpresa y un poco de admiración que recibía de las personas cuando les mencionaba que estaba en la universidad, como si no fuera algo que la mayoría de los jóvenes de mi edad están transitando, e incluso ya terminando. No lo digo con orgullo. No me enorgullecen mis fracasos académicos, por más cómoda y contenta que estoy con la carrera que ahora elegí.

—Y también trabajás —intentó adivinar el final de mi oración— ¿De qué trabajás?

—Sí, yo… Yo estoy en la recepción de un centro terapéutico, soy secretaria y—

—Claro, sí —los cortes me estaban empezando a poner ansiosa, y los cuchicheos de la mujer con su compañera no lo hacían nada mejor. «Aquí le pone el neurólogo que es autista pero… No sé por qué haría eso… Es Asperger, es lo que corresponde, estos profesionales que no…»

Decidí ignorarlas por unos segundos. Total, ya estoy acostumbrada a este tipo de interacciones. Sí, me ponía nerviosa que no me quieran renovar el Certificado de Discapacidad, y la posición en la que estaba me hacía sentir muy vulnerable y pequeña, como si me estuvieran observando en el acuario más chiquito del mundo, y el agua me llegara a la nariz.

—Mirá, mamita —volvió a sonar la voz de la señora— te lo vamos a renovar, pero necesito que entiendas para la próxima que solo le damos esto a los que realmente tienen una discapacidad.

—Sí, entiendo, pero yo—

—Es decir, los que realmente lo necesitan. Vos ni siquiera estás en terapia.

—Entiendo, estoy tramitando, necesito pedir turno, es que yo—

—No te estoy diciendo que no te lo vas a llevar, hoy te lo renovamos, pero necesitamos ver que realmente lo necesitás para la próxima.

—Sí, entiendo —me resigné.

Salí de la oficina con un nudo en el estómago. ¿Por qué me siguen afectando tanto estas cosas? Creo que esto es algo que compartimos la mayoría de los que nos encontramos en el lado «menos visible» de autismo, donde «no se nota». Esto de estar en una batalla eterna con el síndrome del impostor, pensando todos los días si nos estaremos mintiendo, si estamos poniendo excusas, si realmente «merecemos» nuestro diagnóstico.

En esto pensaba un sábado, cuando después de unos cambios minúsculos de rutina, y al notar una pequeña diferencia en el comportamiento de un amigo, sentí que el mundo se desmoronaba. O el jueves por la noche, cuando caminaba por la calle completamente perdida porque estaba en medio de una crisis de nervios, pero no podía hacer nada al respecto. ¿Por qué entré en crisis? Por nada de otro mundo, unos cambios en el plan del día lograron ser la gota que colmó el vaso, y de repente me encontraba jadeando y llorando encerrada en el baño del centro médico donde atiende el oculista con el que tenía turno.

¿Es normal sentir deseo de estar enfermo o herido simplemente para poder descansar sin culpa? ¿Es normal sentir este nivel de cansancio físico, mental y emocional con solo vivir el día a día?

—El mundo no gira alrededor mío, tengo dos piernas, y dos brazos, y la la salud para trabajar todos los días, y hacer cosas que me gustan. El mundo no va a parar porque yo esté un poco nerviosa —me miento entre risas, para tratar de convencerme que lo que estoy sintiendo es normal, solo tengo que esforzarme un poco más.

—A veces amo mi cerebro —le digo a mi mamá con una sonrisa, luego de terminar y aprobar 60 trabajos de la universidad en una semana, sin pedirme ni un solo día de descanso. Claro, fue justamente mi cerebro el que permitió que dos meses de responsabilidades se junten en una semana, pero lo completamos, y eso es lo que importa, ¿no? No necesito ayuda si el sistema marca que tengo puras notas altas, ¿verdad? Soy inteligente, y un poco colgada, eso es todo.

—Es que soy intensa —le explico a una amiga que me pregunta por qué me vio triste— y a veces sobrepienso algunas cosas, eso es todo. —Claro, no le explico que mi amigo me respondió un poco distinto, y que mi cerebro empezó a reproducir escenas de hace años donde le hice daño, o donde él me hizo daño a mi, y me convencí de que soy inquerible. Seguro que se equivocó al reaccionar a mi mensaje en instagram, hace poco cambié mi perfil y seguro pensó que era alguien diferente. Además le hice un comentario fuera de lugar. Sí, me disculpé mil ochocientas noventa y cinco veces, pero, ¿cómo me va a perdonar si ser mi amigo es una carga? Porque claro que es una carga, porque yo digo que lo es.

—Bueno, está bien, no te preocupes, lo organizamos en el momento —le aseguro que no pasa nada si hoy no puede juntarse conmigo a hacer aquello que prometimos hace dos semanas que haríamos. Claro que tiene sentido, pasan cosas que no están previstas, y los planes cambian. Pero no le digo que para mí, esto se sintió como un baldazo de agua fría, y que esta sensación de inseguridad y ansiedad no se me va a pasar en un día, ni en dos ni en tres, es más, aún me duele. No le digo que esto que necesitaba, y que le dije que quería hacer de todo corazón, no se hará, porque no va a nacer nunca de mí organizar algo «en el día», y yo lo que necesitaba era esa seguridad, el ritual, el hábito. No quiero decepcionarlo, entonces no le digo nada, y me sorprendo que no entienda lo que estoy pensando, ¿acaso no todos pueden leer mis pensamientos?

—Estoy bien, solo es estrés —digo, mientras me vendo las manos que ya no me permiten ni levantar un lápiz porque mis muñecas se inflamaron por la violencia de mis movimientos y aleteos.

—Sí, estoy trabajando y estudiando —le cuento a un amigo con el que no hablaba en años— me está yendo muy bien, estoy avanzando con la carrera, ya me falta cada vez menos. —Claro, no le digo que en el trabajo necesito que todo se me de por escrito, que me olvido al menos dos tareas de la lista de tareas diarias, que casi no me hago el tiempo de estudiar durante la semana, que mis fines de semana están repletos de correr por tratar de tapar los agujeros que mi procrastinación deja los otros días. No le cuento que apenas logro llegar a tiempo a rendir los parciales y que luego de cada época de exámenes le sigue una semana de depresión incapacitante que no me permite hacer más que lo básico para sobrevivir.

—Solo estoy un poco distraída, estaba pensando qué colectivo tomar —le miento a mi amigo cuando nos cruzamos por casualidad. No le cuento que las crisis me están volteando, que luego de cada una pierdo noción del tiempo, pierdo recuerdos, que toda mi realidad queda teñida por ese momento y no sé con quién hablé ni qué les dije, y me cuesta aceptar que no están todos enojados conmigo.

—Perdón, dije que enviaría audio, pero mejor te escribo, pienso mejor cuando escribo —le respondo al WhatsApp que me preguntaba si podíamos trabajar en algo juntos. Claro que podía, pero no le dije que me estaba costando trabajo hablar desde aquella última crisis de la semana anterior. A esa hora de la noche, ya con el cansancio del día encima, me era difícil verbalizar mis pensamientos, y eso puede ser muy frustrante. Hay pocas sensaciones tan horribles como saber exactamente qué quieres decir, pero que tu cerebro se niegue a permitirle a tu lengua expresarlo.

—¡Qué horrible! —le respondo a un conocido con el que me crucé en el colectivo, luego de que me contara que un amigo de él había perdido todos los recuerdos culpa de un episodio de estrés insoportable. En realidad, pensé en que aquello sería quizás un alivio, poder empezar de nuevo, no recordar cada momento con tanta claridad que se siente como una constante tortura. Quizás si lo olvido todo, no lo estaría analizando cada segundo. Quizás podría simplemente… vivir. ¿Cómo se sentirá eso?

Todos los días veo pasar al mundo, veo como cosas que son simples para mí, no lo son para los demás.

Todos los días siento frustración al ver que es fácil para los demás hacer cosas que para mí son sumamente costosas, cosas necesarias como comer, preparar mi ropa, peinarme, ir al baño, se llevan gran parte de mi energía diaria.

Todos los días lloro porque me siento completamente aislada de los demás, desconectada. Incluso con las personas en las que más confío, y con las que más segura me siento, siento que simplemente mis ideas quedan perdidas en el camino entre mi cabeza y la comunicación. Sentir esa frialdad con las personas que amo me hiere en cada segundo. Quiero entrar en su mundo, pero no tengo la llave.

Pero, a pesar de todo esto, también me encuentro todos los días preguntándome, ¿merezco llevar el carnet de discapacidad? ¿Necesito ayuda, o solo necesito esforzarme más? ¿Es mi culpa que me encuentre en un callejón sin salida?

No tengo la respuesta para estas preguntas.

Josi (La Chica de Sombrero)

—A veces siento esta culpa que me ahoga, de cómo mi forma de ser afecta a los otros. Trato de pedir perdón, y siento que es mi responsabilidad cambiarlo, y es muy difícil creer que pueda ser otra cosa que una carga en la vida ajena.
—Qué neurodivergente de nosotros, te entiendo, necesitamos terapia —me respondió, y un peso increíble se levantó de mis hombros. Me entiende.

Pero, ¿en qué te afecta? Te ves tan normal.

Bueno, te prometo que no se te nota, te felicito. 

Si no me decías, no me daría cuenta, la verdad es que se ve que no te afecta mucho. 

No se visualiza en vos el autismo, no te ves autista, se ve que la llevas muy bien. 

A veces siento que estoy atrapada en una burbuja transparente, en una especie de cajita de cristal. Una cajita que solo yo puedo ver, pero que me separa de todos los demás. Me doy cuenta que solo yo puedo notar su existencia, y entonces digo: “estoy atrapada en una cajita de cristal”, pero nadie más la puede percibir, y dicen que me estoy imaginando sus paredes. 

Apenas escucho sus voces, y no puedo sentir su piel. El mundo me llega como a través de una pantalla, y mi mente se cansa del esfuerzo de sentir tanto y tan poco a la vez. La cajita es transparente, casi invisible, pero no es de aire. Pesa, y debo tener cuidado de no romperla, porque sino nos podemos lastimar todos. Debo empujarla.

Empujar la cajita de cristal es fácil por momentos. No es demasiado pesada, pero la constancia cansa. Entonces, empieza a dolerme el cuerpo, mis brazos ya no se sostienen, y mi mente se agota. Tengo que frenar. No puedo empujar más.

Luego me quedo quieta. Y conmigo mi transparente prisión también se mantiene inmóvil. Pero ella tiene esquinas, y lastiman a las personas que pasan. Chocan. La cajita se tambalea y empieza a quebrajearse, y siento que quedaré inundada en sus añicos, lastimada por el peso de mi encierro. Pero no se ve. No, los que chocan solo me ven a mí: cansada, paralizada, quieta, desesperada por salir.

«¿Por qué no te mueves? ¡Levántate! Debes aprender a avanzar. No te puedes quedar quieta ahí, ¿no ves que lastimas y te haces daño?«, me insisten.

Pero sus palabras me llegan como en una nube. El aire en la cajita se ha vuelto tóxico. Me falta el oxígeno. ¿No ven que ya no la puedo cargar más? ¿No ven que necesito un momento de descanso? 

Sin embargo, hay personas que tienen una magia especial. Hay personas que ven la cajita. Hay personas que ven los cortes que sus quebrajeos causan en mi piel. Ponen sus manos contra el vidrio, y conectan con mi esfuerzo. Por un momento, se sientan a mi lado, velan por mi descanso. Cuidan de la cajita para que no se rompa. A veces incluso me ayudan a empujarla por unos minutos, unos preciosos minutos donde al fin me siento acompañada, y el aire se renueva. 

Todos los días doy gracias a Dios por las personas que ven mi cajita de cristal. La ven y no la juzgan, la ven y me ayudan a cargarla. La ven y me acompañan. 

Mi autismo es como una cajita de cristal, no todos lo pueden ver, pero yo la veo y la cargo constantemente. No es todo malo dentro de ella, claro que no. El mundo se ve diferente a través del cristal. A veces encuentro cosas que otros ignoran. A veces el filtro de la cajita me permite enfocarme de manera más intensa. Pero a veces se hace pesada, y el aislamiento me duele. Algunas personas ven mi autismo y lo reconocen, y me acompañan. Escuchan lo que siento y lo veo y me cuentan lo que hay del otro lado, y como se ve. Son como un puente al mundo. Son mi oasis.

La Chica de Sombrero

Me temblaban las manos y las lágrimas corrían por mi rostro, podía sentir cómo me ahogaban. Era la primera vez que me había dejado ver, y sabía lo que seguía después.
—¿Por qué no me dejas entrar en tu burbuja? —su comentario invadió mi mente y sentí como si mi angustia frenara en seco— entonces podría acompañarte, y no sentirías que necesitas salir.
—Sí quiero, pero no es bonito aquí dentro —le advertí con temor.
—No espero bonito. —No le creía, no se sentía real, pero continuó:— no hace falta que pongas lo que sientes en palabras, solo ponle un nombre, y entonces sabré que no debo dejarte sola.
Sus palabras me aturdieron, no podía pensar, jamás sentí algo así. Esto no solo era inesperado, era inimaginado.
—Algo simple —continuó— será tu «cajita de cristal».
—Es perfecto —le dije al fin, y mi corazón quiso estallar, pero ya no de tristeza, sino de felicidad y agradecimiento.
Esa noche le recé una oración especial a Dios, una que no dejé de hacer nunca, por aquellas personas mágicas que dejó en mi camino, las que me acompañan y me apoyan en los momentos más oscuros.

Yo tenía tres amigos.
Uno me regalaba plata. Era un buen amigo.
El otro una vez me puso la mano sobre la mano y me dijo:
«Si te matan, yo me haré matar por vos.»
«¿Por vos o con vos?», le dije.
«Con vos.», y no mentía.
El tercer amigo cuando iba a verlo se ponía alegre.
Yo también me ponía alegre. Y estábamos alegres todo el tiempo.
Era mi mejor amigo.

Leonardo Castellani – Camperas

Hace unos días me crucé con esta cita de Leonardo Castellani en un posteo de una persona conocida en redes, y no he podido dejar de reflexionar acerca de la amistad desde entonces. Mi primer instinto fue compartirla con mi mejor amigo, ya que me pareció que evocaba un sentimiento hermoso, pero luego de eso, sentí una gran necesidad de profundizar en esto.

Los que me siguen hace mucho saben que la amistad es uno de esos grandes misterios que me fascinan; de hecho, los que están aquí desde el comienzo del blog quizás se habrán dado cuenta ya que este sería el tercer julio en el que publico un artículo con esta temática. Las personas que me conocen en mi vida son más conscientes aún de esta fascinación. ¡Qué concepto tan hermoso es el de la amistad! ¡Qué palabra tan complicada de definir sino es con sentimientos, emociones y metáforas! ¡Qué conexión tan fuerte y preciosa que se siente con los verdaderos amigos!

Leer más

El mundo parece ser un ente sumamente firme, donde puedo confiar en el suelo para sostener el peso de mis pisadas y puedo abandonarme ciegamente con seguridad firme de que este orbe se mantendrá quieto en la inmensidad del universo por una fuerza que no comprendo pero en la que creo. Sin embargo, a veces siento como si el mundo se cayera, como si se abriera debajo de mis pies, traicionándome y entregándome a un vacío eterno donde ya no hay suelo que me sostenga.

Suena extremo, quizás… pero solo porque sí lo es. Es extremo. No tiene que ser causado por algún suceso extremo, pero eso no le quita peso.

A veces es simple. A veces es un cambio de planes. A veces son muchos cambios de planes juntos. A veces es un mensaje esperado pero no recibido. A veces es la luna. A veces es el futuro. A veces es una tragedia. Pero siempre es intenso y siempre es sorpresivo, quizás más de lo que debería serlo.

Leer más

Una de las mejores partes de tener un blog es poder leer lo que escribí hace unos años y observar los cambios que fui experimentando en mis formas de pensar y encarar las situaciones…

Hace casi exactamente dos años escribí sobre la amistad. Un amigo, con el que irónicamente ya no hablo, me comentó que le llamaba la atención que solo hablara sobre mi familia y no sobre mis amigos, y en ese momento, ese comentario me produjo dolor.

Dolor porque sentía que la amistad era algo acerca de lo que yo no podía hablar.

Dolor porque sentía que me faltaba algo.

Dolor porque paso mucho tiempo intentando mostrar al mundo lo positivo del autismo, y me di de cara con ese lado de esta condición que sí me parecía muy negativa y pesada de llevar.

¿Cómo iba a hablar yo de amigos?

Recuerdo como si fuera ayer los días y las semanas que pasé garabateando en mi cuaderno, intentando definir la amistad, realmente usando todo mi potencial neuronal para intentar entender este fenómeno tan hermoso y necesario pero que parecía escaparse de entre mis dedos como agua…

Al final hice una lista, armé una encuesta… Me di cuenta de que mi amistad existía, pero de manera poco convencional. Conté con mis dedos mis amigos, expresé mi frustración en no poder verlos, en no salir casi nunca, etc.

Luego llegó el 2020.

Leer más

Querida yo del pasado,

Hola, soy vos. Te escribo porque sé que lo necesitas y sé que cuando te vas a dormir tienes miedo y que sientes vacío y maldad y que a veces piensas en irte.

Pronto cumplirás 14 años y sientes y te comparas. Muchos de los personajes que conoces tienen 14 años, y no son en nada como vos. Las otras personas que están cumpliendo 14 años no son nada como vos.

Sé que sientes que hay un problema en toda tu forma de ser, y sientes que hay demasiada presión en existir de una manera en la que no sabes existir. Es difícil cuando el mundo parece girar hacia el otro lado, o todos parecen hablar en otro idioma, o pareciera que todos conocen un gran secreto que te fue ocultado.

Te quiero contar que tu problema tiene nombre y que no es un problema en absoluto: sos autista. ¡Lucas también! ¡Papi también! ¿Sabes quién más? Roquecito.

Aún no conoces a Roquecito, es nuestro hermanito y es el chiquito más increíble en la creación de Dios. Él no sabe lo increíble que es y lo mucho que hace con su pequeña existencia. Hoy tiene ocho años y ese niño… no podrías empezar a imaginar lo que es su cabeza. ¿Sabes qué es lo más increíble de todo? Cuando le dieron su diagnóstico, te abrazó fuerte y dijo: ¡Josi! ¡Soy aspie como vos! Así. Con orgullo. Te lo prometo.

¡Imagínate eso! Tú, ahora, con tus trece años, con tu increíble miedo a seguir creciendo… Imagínate: hay un niño, en tu casa, en tu familia, que te ha visto en tus peores momentos: ¡y quiere ser como la Josi!

Sé que es dificil de creer, pero date tiempo, vas a empezar a entender, de a poco, y vas a empezar a perdonar, y a mejorar. No te prometo que tendrás una vida de pura felicidad. Todavía me cuesta un montón sentir la felicidad de existir, no estoy siempre contenta ni mucho menos… Pero date tiempo. El tiempo, y me río mientras lo escribo, el tiempo es nuestro mejor amigo.

Escucha a papi y a mami por más que te hagan enojar, porque hay verdad en sus palabras. Papi me dijo que a veces, hay que hacerse a un costado y dejar que el tiempo trabaje.

¿Sabés qué más? Tienes amigos, no son muchos, pero son todo lo que soñaste que serían, y están por todos lados. Tienes lo que siempre quisiste: alguien con quien abrirte, con quien sentirte vulnerable, que vibre en tu misma frecuencia. Eso te puedo prometer que llegará y que será… mágico. Algún día también vas a entender la sonrisa con la que escribo esa palabra.

Hay gente que te quiere, que te ama. Tu familia te ama. Tus amigos te aman. Gente del otro lado del mundo te ama. Pero más importantemente: yo te amo.

Con locura,

Josi.

P.D. Un montón de gente nos dice Josi ahora, es hermoso.

La Chica de Sombrero

Una de las dudas más frecuentes que escucho de padres de niños autistas (y con cualquier discapacidad, en realidad) es cuándo contarle a su hijo acerca de su diagnóstico. Incluso desde antes, muchos padres tienen miedo de buscar un diagnóstico ya que temen estarle poniendo una etiqueta a su pequeño, usando argumentos como: si ya sé qué es lo que tiene, ¿por qué debo darle un nombre? ¿No puede simplemente ser él mismo y ya? Es algo que viene desde un lugar de amor y de querer que el niño no sea tratado diferente, y buscando no herir los sentimientos del chico o de no hacerle sentir otro. Otra razón de duda es el no saber si el niño está preparado para oír la noticia, si entenderá la situación, cómo lo va a tomar, etc.

Es una reacción muy válida y entendible. Es común que los padres hagan un duelo del hijo que creen haber perdido al oír un diagnóstico, ya que la gran mayoría de estos vienen con un sesgo negativo muy fuerte de años de crecer en una sociedad que toma la discapacidad como algo malo. Cuando un padre escucha por primera vez el diagnóstico de su hijo tiene un momento de negación, tiene miedo, se siente perdido en un mar de emociones que de a poco va aprendiendo a navegar. Es completamente natural, los padres no quieren menos que lo mejor para su hijo y pensar en que van a tener que trabajar toda la vida para lograr cosas que a otros les viene fácil, que van a sufrir rechazo, que van a tener dificultades, todo eso es mucho para asimilar y lleva tiempo y en la mayoría de las ocasiones, mucho ayuda y apoyo. Obviamente, habiendo pasado por todo eso, un padre no quiere que su hijo tenga que pasarlo también.

Aquí es donde entra un detalle que es sumamente interesante: los niños aprenden lo que los adultos les enseñan. Los niños están viendo el mundo por primera vez, y están absorbiendo en cada segundo la información que le es transmitida por sus padres. Los niños aún no saben que la sociedad dice que tener una discapacidad es algo malo. Los niños aún no entienden el peso que tiene la palabra autismo. Ellos únicamente pueden deducirlo y asimilarlo según la reacción que ven a los adultos en sus vidas tener ante esas palabras y condiciones.

Mi respuesta para los padres que me hacen esta pregunta es simple: diles lo antes posible. Sí, cuánto antes lo sepan mejor. Si pueden saberlo el mismo día de obtener el diagnóstico es ideal. Si pueden ser parte del proceso, si entienden por qué les suceden las cosas que le suceden eso es lo óptimo. ¿2 años? ¿6 años? ¿12 años? Cualquiera sea la edad en la que supieron que su hijo tiene un diagnóstico, díselo. No se lo escondas. Claramente no vamos a comunicarnos de la misma manera con un niño de 2 que con un niño de 12, pero no podemos esperar que el niño tenga 12 o más para mencionarles la palabra por primera vez.

¿Por qué tan pronto? Voy a explicarlo de la manera que más fácil me resulta: con una lista. Haré una lista de las principales dudas y mis respuestas para que puedan entender por qué llego a mi conclusión. A esto le agrego mi propia experiencia personal: soy una mujer de (casi) 24 años que obtuvo su diagnóstico a los 20 luego de haber estado investigando el tema desde los 16. He podido observar la grandísima diferencia que hace la manera en que esta información es presentada en la comparación con mis hermanos menores, uno diagnosticado a los 12 años y el otro a los 7.

Leer más

El autismo es una condición… interesante, por decirlo de alguna manera. Somos muchos los autistas; cada vez más personas son diagnosticadas y empiezan a conocer este increíble aspecto de su existencia y entrar en este universo, esta comunidad de personas que simplemente quieren ser ellas mismas en un mundo que les obliga a ser todo lo contrario. Cada vez más profesionales deciden estudiar el tema, y cada vez más padres encuentran en estas tres palabras: Trastorno del Espectro Autista, una respuesta y una herramienta para entender y ayudar mejor a sus hijos.

Conozco muy pocas personas que no hayan sentido nombrar, al menos una vez, las palabras autismo, o espectro autista o Síndrome de Asperger. Por eso mismo, muchos de los que hablan públicamente sobre autismo están diciendo que ya no tenemos que seguir concientizando sobre el autismo, porque ya todos son conscientes de que existe, más bien, debemos trabajar en informar. 

Una de las desventajas de que haya tanta conciencia y tan poca información, es que existen demasiados estereotipos ya insertados en la mente colectiva. Cuando digo soy autista, la mayoría de las personas ya tienen un concepto armado de lo que eso significa, e intentan actuar en consecuencia, la mayoría de las veces con las mejores de las intenciones. No me ofende cuando alguien con todo el amor de su alma, me trata de cierta manera o asume ciertas cosas, porque sinceramente lo hacen por ignorancia, no malicia.

Un ejemplo de esto es una situación que me pasó hace poco: me preguntaron si me consideraba una persona social. Claramente, la respuesta esperada era un no. Porque si sos autista, no podés ser social, ¿cierto? Sin embargo, mi respuesta fue que sí me consideraba una persona social. De hecho, considero que el concepto de el autista es siempre antisocial puede ser bastante dañino, especialmente para personas que están buscando y descubriendo su identidad autista, y que son sociables.

Pero… ¿Qué significa ser social? Para mí, significa disfrutar del proceso de socialización con otros. Creo que perfectamente se puede ser autista y social, o introvertido y social, o, como yo, autista, introvertido social

Leer más

En enero del 2018, con toda la energía de un nuevo año, la novedad de mi diagnóstico, y las ganas insuperables de hacer algo, lo que sea, con este nuevo superpoder que tenía, con este nuevo papel firmado que de repente avalaba toda mi experiencia, nació este blog.

La evolución desde esa primera idea en mi cabeza a lo que hoy se convirtió La Chica de Sombrero no deja de sorprenderme. Además, trato de recordar a la persona que creó este blog, que se sentó y decidió publicar sus ideas, y me veo a mí misma hoy, aquí, sentada frente a la pantalla escribiendo esto, y pienso en lo diferentes que somos. La misma persona, claro, pero a la vez, alguien totalmente distinto.

Este año en particular ha sido una experiencia… única. No solo para mí, sino para el mundo entero. Hemos escuchado una y mil veces que estamos viviendo tiempos difíciles, y a cada uno les ha tocado de diferente manera, y cada uno ha reaccionado distinto a la esta nueva realidad.

En mi caso, me pasó que por muchos meses, sentí que no tenía nada bueno que decir, entonces opté por el silencio.

Pensé que este lugar estaba para compartir positividad, la cara linda de la moneda del TEA, que solo podía contarles las ganancias. Cada vez que atravesaba alguna dificultad, o les compartí alguna parte oscura de mi experiencia, como en este artículo, siempre intento terminar con una nota de positividad.

Entonces intenté recordar esa chica del 2018, pensé en esa persona que escribió aquel primer artículo, que eligió este nombre y decidió compartir un pedacito de su ser con el vasto mundo del internet. En ese momento, no era la idea ser siempre positiva. La intención era compartir mi experiencia. De hecho, al comienzo había decidido ser anónima, y no comentar en mi círculo cercano de la existencia de este blog. El propósito era ser honesta.

No he sido honesta.

Leer más

Las personas autistas no son sociables.

¿Cuántas veces habremos oído eso?

Es cierto, la mayoría de las características del Trastorno del Espectro Autista llevan a que socializar sea lo que más afectado se ve, al punto que muchos le llaman una discapacidad social cuando tienen que clasificarlo.

Si uno leyera una lista de características del TEA esto no le sorprendería tampoco: problemas en la comunicación, falta de empatía, ninguna de estas son características que la mayoría busca en un amigo.

Habiendo dicho todo esto, soy de la opinión que este tema está siendo enfocado de la manera equivocada. Para empezar, no es lo mismo tener dificultad para sociabilizar que no ser sociable. A muchas personas autistas les encanta sociabilizar, quizás no de la misma manera que una persona neurotípica, claro, pero de que les gusta, les gusta. Incluso, para sorpresa de muchos, existe el autista extrovertido. Leer más