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—¿Estás yendo a terapia? —preguntó la empleada municipal, mientras acomodaba los papeles que detallaban todas mis debilidades.

—No, en realidad no —enrojecí, pensé en la promesa que le hice a mi tía hacía más de tres meses, que esa misma semana buscaría un profesional, o al menos opciones. Otra tarea más que simplemente no había logrado concretar, no por falta de interés ni de necesidad, sino que simplemente esa pequeña tarea se me había hecho pesada al verse cohartada con otras tantas tareas que no supe priorizar— de hecho —continué— estoy tramitando la obra social y—

—Ya veo —me interrumpió la mujer, apenas levantando la vista de la hoja— aquí dice que estudiás, ¿dónde estudiás?

—Ah, sí, yo… Estoy en la universidad, estoy haciendo la Licenciatura en Psicopedagogía con una universidad virtual y —nuevamente vi esa expresión de casi sorpresa y un poco de admiración que recibía de las personas cuando les mencionaba que estaba en la universidad, como si no fuera algo que la mayoría de los jóvenes de mi edad están transitando, e incluso ya terminando. No lo digo con orgullo. No me enorgullecen mis fracasos académicos, por más cómoda y contenta que estoy con la carrera que ahora elegí.

—Y también trabajás —intentó adivinar el final de mi oración— ¿De qué trabajás?

—Sí, yo… Yo estoy en la recepción de un centro terapéutico, soy secretaria y—

—Claro, sí —los cortes me estaban empezando a poner ansiosa, y los cuchicheos de la mujer con su compañera no lo hacían nada mejor. «Aquí le pone el neurólogo que es autista pero… No sé por qué haría eso… Es Asperger, es lo que corresponde, estos profesionales que no…»

Decidí ignorarlas por unos segundos. Total, ya estoy acostumbrada a este tipo de interacciones. Sí, me ponía nerviosa que no me quieran renovar el Certificado de Discapacidad, y la posición en la que estaba me hacía sentir muy vulnerable y pequeña, como si me estuvieran observando en el acuario más chiquito del mundo, y el agua me llegara a la nariz.

—Mirá, mamita —volvió a sonar la voz de la señora— te lo vamos a renovar, pero necesito que entiendas para la próxima que solo le damos esto a los que realmente tienen una discapacidad.

—Sí, entiendo, pero yo—

—Es decir, los que realmente lo necesitan. Vos ni siquiera estás en terapia.

—Entiendo, estoy tramitando, necesito pedir turno, es que yo—

—No te estoy diciendo que no te lo vas a llevar, hoy te lo renovamos, pero necesitamos ver que realmente lo necesitás para la próxima.

—Sí, entiendo —me resigné.

Salí de la oficina con un nudo en el estómago. ¿Por qué me siguen afectando tanto estas cosas? Creo que esto es algo que compartimos la mayoría de los que nos encontramos en el lado «menos visible» de autismo, donde «no se nota». Esto de estar en una batalla eterna con el síndrome del impostor, pensando todos los días si nos estaremos mintiendo, si estamos poniendo excusas, si realmente «merecemos» nuestro diagnóstico.

En esto pensaba un sábado, cuando después de unos cambios minúsculos de rutina, y al notar una pequeña diferencia en el comportamiento de un amigo, sentí que el mundo se desmoronaba. O el jueves por la noche, cuando caminaba por la calle completamente perdida porque estaba en medio de una crisis de nervios, pero no podía hacer nada al respecto. ¿Por qué entré en crisis? Por nada de otro mundo, unos cambios en el plan del día lograron ser la gota que colmó el vaso, y de repente me encontraba jadeando y llorando encerrada en el baño del centro médico donde atiende el oculista con el que tenía turno.

¿Es normal sentir deseo de estar enfermo o herido simplemente para poder descansar sin culpa? ¿Es normal sentir este nivel de cansancio físico, mental y emocional con solo vivir el día a día?

—El mundo no gira alrededor mío, tengo dos piernas, y dos brazos, y la la salud para trabajar todos los días, y hacer cosas que me gustan. El mundo no va a parar porque yo esté un poco nerviosa —me miento entre risas, para tratar de convencerme que lo que estoy sintiendo es normal, solo tengo que esforzarme un poco más.

—A veces amo mi cerebro —le digo a mi mamá con una sonrisa, luego de terminar y aprobar 60 trabajos de la universidad en una semana, sin pedirme ni un solo día de descanso. Claro, fue justamente mi cerebro el que permitió que dos meses de responsabilidades se junten en una semana, pero lo completamos, y eso es lo que importa, ¿no? No necesito ayuda si el sistema marca que tengo puras notas altas, ¿verdad? Soy inteligente, y un poco colgada, eso es todo.

—Es que soy intensa —le explico a una amiga que me pregunta por qué me vio triste— y a veces sobrepienso algunas cosas, eso es todo. —Claro, no le explico que mi amigo me respondió un poco distinto, y que mi cerebro empezó a reproducir escenas de hace años donde le hice daño, o donde él me hizo daño a mi, y me convencí de que soy inquerible. Seguro que se equivocó al reaccionar a mi mensaje en instagram, hace poco cambié mi perfil y seguro pensó que era alguien diferente. Además le hice un comentario fuera de lugar. Sí, me disculpé mil ochocientas noventa y cinco veces, pero, ¿cómo me va a perdonar si ser mi amigo es una carga? Porque claro que es una carga, porque yo digo que lo es.

—Bueno, está bien, no te preocupes, lo organizamos en el momento —le aseguro que no pasa nada si hoy no puede juntarse conmigo a hacer aquello que prometimos hace dos semanas que haríamos. Claro que tiene sentido, pasan cosas que no están previstas, y los planes cambian. Pero no le digo que para mí, esto se sintió como un baldazo de agua fría, y que esta sensación de inseguridad y ansiedad no se me va a pasar en un día, ni en dos ni en tres, es más, aún me duele. No le digo que esto que necesitaba, y que le dije que quería hacer de todo corazón, no se hará, porque no va a nacer nunca de mí organizar algo «en el día», y yo lo que necesitaba era esa seguridad, el ritual, el hábito. No quiero decepcionarlo, entonces no le digo nada, y me sorprendo que no entienda lo que estoy pensando, ¿acaso no todos pueden leer mis pensamientos?

—Estoy bien, solo es estrés —digo, mientras me vendo las manos que ya no me permiten ni levantar un lápiz porque mis muñecas se inflamaron por la violencia de mis movimientos y aleteos.

—Sí, estoy trabajando y estudiando —le cuento a un amigo con el que no hablaba en años— me está yendo muy bien, estoy avanzando con la carrera, ya me falta cada vez menos. —Claro, no le digo que en el trabajo necesito que todo se me de por escrito, que me olvido al menos dos tareas de la lista de tareas diarias, que casi no me hago el tiempo de estudiar durante la semana, que mis fines de semana están repletos de correr por tratar de tapar los agujeros que mi procrastinación deja los otros días. No le cuento que apenas logro llegar a tiempo a rendir los parciales y que luego de cada época de exámenes le sigue una semana de depresión incapacitante que no me permite hacer más que lo básico para sobrevivir.

—Solo estoy un poco distraída, estaba pensando qué colectivo tomar —le miento a mi amigo cuando nos cruzamos por casualidad. No le cuento que las crisis me están volteando, que luego de cada una pierdo noción del tiempo, pierdo recuerdos, que toda mi realidad queda teñida por ese momento y no sé con quién hablé ni qué les dije, y me cuesta aceptar que no están todos enojados conmigo.

—Perdón, dije que enviaría audio, pero mejor te escribo, pienso mejor cuando escribo —le respondo al WhatsApp que me preguntaba si podíamos trabajar en algo juntos. Claro que podía, pero no le dije que me estaba costando trabajo hablar desde aquella última crisis de la semana anterior. A esa hora de la noche, ya con el cansancio del día encima, me era difícil verbalizar mis pensamientos, y eso puede ser muy frustrante. Hay pocas sensaciones tan horribles como saber exactamente qué quieres decir, pero que tu cerebro se niegue a permitirle a tu lengua expresarlo.

—¡Qué horrible! —le respondo a un conocido con el que me crucé en el colectivo, luego de que me contara que un amigo de él había perdido todos los recuerdos culpa de un episodio de estrés insoportable. En realidad, pensé en que aquello sería quizás un alivio, poder empezar de nuevo, no recordar cada momento con tanta claridad que se siente como una constante tortura. Quizás si lo olvido todo, no lo estaría analizando cada segundo. Quizás podría simplemente… vivir. ¿Cómo se sentirá eso?

Todos los días veo pasar al mundo, veo como cosas que son simples para mí, no lo son para los demás.

Todos los días siento frustración al ver que es fácil para los demás hacer cosas que para mí son sumamente costosas, cosas necesarias como comer, preparar mi ropa, peinarme, ir al baño, se llevan gran parte de mi energía diaria.

Todos los días lloro porque me siento completamente aislada de los demás, desconectada. Incluso con las personas en las que más confío, y con las que más segura me siento, siento que simplemente mis ideas quedan perdidas en el camino entre mi cabeza y la comunicación. Sentir esa frialdad con las personas que amo me hiere en cada segundo. Quiero entrar en su mundo, pero no tengo la llave.

Pero, a pesar de todo esto, también me encuentro todos los días preguntándome, ¿merezco llevar el carnet de discapacidad? ¿Necesito ayuda, o solo necesito esforzarme más? ¿Es mi culpa que me encuentre en un callejón sin salida?

No tengo la respuesta para estas preguntas.

Josi (La Chica de Sombrero)

—A veces siento esta culpa que me ahoga, de cómo mi forma de ser afecta a los otros. Trato de pedir perdón, y siento que es mi responsabilidad cambiarlo, y es muy difícil creer que pueda ser otra cosa que una carga en la vida ajena.
—Qué neurodivergente de nosotros, te entiendo, necesitamos terapia —me respondió, y un peso increíble se levantó de mis hombros. Me entiende.

Una de las dudas más frecuentes que escucho de padres de niños autistas (y con cualquier discapacidad, en realidad) es cuándo contarle a su hijo acerca de su diagnóstico. Incluso desde antes, muchos padres tienen miedo de buscar un diagnóstico ya que temen estarle poniendo una etiqueta a su pequeño, usando argumentos como: si ya sé qué es lo que tiene, ¿por qué debo darle un nombre? ¿No puede simplemente ser él mismo y ya? Es algo que viene desde un lugar de amor y de querer que el niño no sea tratado diferente, y buscando no herir los sentimientos del chico o de no hacerle sentir otro. Otra razón de duda es el no saber si el niño está preparado para oír la noticia, si entenderá la situación, cómo lo va a tomar, etc.

Es una reacción muy válida y entendible. Es común que los padres hagan un duelo del hijo que creen haber perdido al oír un diagnóstico, ya que la gran mayoría de estos vienen con un sesgo negativo muy fuerte de años de crecer en una sociedad que toma la discapacidad como algo malo. Cuando un padre escucha por primera vez el diagnóstico de su hijo tiene un momento de negación, tiene miedo, se siente perdido en un mar de emociones que de a poco va aprendiendo a navegar. Es completamente natural, los padres no quieren menos que lo mejor para su hijo y pensar en que van a tener que trabajar toda la vida para lograr cosas que a otros les viene fácil, que van a sufrir rechazo, que van a tener dificultades, todo eso es mucho para asimilar y lleva tiempo y en la mayoría de las ocasiones, mucho ayuda y apoyo. Obviamente, habiendo pasado por todo eso, un padre no quiere que su hijo tenga que pasarlo también.

Aquí es donde entra un detalle que es sumamente interesante: los niños aprenden lo que los adultos les enseñan. Los niños están viendo el mundo por primera vez, y están absorbiendo en cada segundo la información que le es transmitida por sus padres. Los niños aún no saben que la sociedad dice que tener una discapacidad es algo malo. Los niños aún no entienden el peso que tiene la palabra autismo. Ellos únicamente pueden deducirlo y asimilarlo según la reacción que ven a los adultos en sus vidas tener ante esas palabras y condiciones.

Mi respuesta para los padres que me hacen esta pregunta es simple: diles lo antes posible. Sí, cuánto antes lo sepan mejor. Si pueden saberlo el mismo día de obtener el diagnóstico es ideal. Si pueden ser parte del proceso, si entienden por qué les suceden las cosas que le suceden eso es lo óptimo. ¿2 años? ¿6 años? ¿12 años? Cualquiera sea la edad en la que supieron que su hijo tiene un diagnóstico, díselo. No se lo escondas. Claramente no vamos a comunicarnos de la misma manera con un niño de 2 que con un niño de 12, pero no podemos esperar que el niño tenga 12 o más para mencionarles la palabra por primera vez.

¿Por qué tan pronto? Voy a explicarlo de la manera que más fácil me resulta: con una lista. Haré una lista de las principales dudas y mis respuestas para que puedan entender por qué llego a mi conclusión. A esto le agrego mi propia experiencia personal: soy una mujer de (casi) 24 años que obtuvo su diagnóstico a los 20 luego de haber estado investigando el tema desde los 16. He podido observar la grandísima diferencia que hace la manera en que esta información es presentada en la comparación con mis hermanos menores, uno diagnosticado a los 12 años y el otro a los 7.

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Cuando cumplí quince años, les pedí a mis papás una computadora como regalo de cumpleaños, y ellos me regalaron mi notebook, que sigue siendo mi más fiel amiga hasta el día de hoy. Ese regalo fue como abrirme un portal infinito hacia la información, y no tardé en ponerme a investigar sobre los temas que me apasionaban. Uno de esos temas resultó ser el autismo, lo que me llevó a poder diagnosticar a los miembros de mi familia, lo que últimamente me trae aquí, a poder escribir de lo que aprendí en todos estos años, para ustedes.

Claro, esto no hubiera sido posible si no fuera por la forma en la que estaba siendo educada. Esto es, a distancia. Sí, desde el cuarto grado y hasta terminar el secundario, completé mi escolarización completamente a distancia. Leer más